“¡Más ropa blanca ha
lavado mi madre
que la que tú puedes
comprar!”
me dijo mi amada.
Y, entonces, mis ojos
lloraron desconsolados,
deshojándose en mis
hambrientos huesos…
“¡Soy pobre! ¡Vete mujer
codiciosa!”
le dije, ya sin el alma
en la voz…
Y mis manos, como garras
de dolor
se sacudían enfermas…
“Pero antes, mira los
trapos que dejas,
el corazón que arrojas,
los frascos que
guardarás,
las botellas de
lavandina…
allí estarán mis ojos…”
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