Cierta vez, mi solitaria canción de perro
fue perturbada por tus vestidos blancos y sus inquietos vuelos,
y con mi poesía lloré triste entristecido, por mis tripas mugriento,
y sucio como los trapos, que de las muñecas son relleno...
y aquella fue la ocasión de mi primer fallecimiento.
Era un lujoso sortilegio, el sabor de tus carnosos besos,
el que enhebraba suspiros y el que descontó mi renacimiento...
y así un día, volví de un infierno,
y tomé por sordos caminos, andando fulero y deshecho
como un peregrino, sin oración y sin templo.
Mis heridas, llagas puras, y espantoso dolores secos,
hablaban a los aires, con carne y sangre de perro,
pero tú, mi virgen de filosos ojos fijos, que imploras con celo
desconocido, no ves mi rostro beber de los charcos enfermos
cuando supuré con fervor al cielo mis cansados rezos.
Hasta siete veces tu palabra fue para mí, remedio de padrenuestro,
pero mi sombra es pecado sin campanas, son apenas cencerros
como reminiscencias, o cosas prestadas en bolsillos ajenos.
Nada es mío, ni mi pago, ni tus regalos, ni mis besos
que son clamores para tus ojos y tus lacios cabellos.
Alguna segura vez iré al rincón de los malhechores, a su cielo
de perdiciones, lleno de temores terrenos,
allá mandinga no manda, como en ningún lado hay dios supremo,
sólo solitarias soledades de inútiles fallecimientos,
sólo hay puñales de hermanos verdugos, que pintan con nuestra sangre, en
un silencio sereno.
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